Ernst Piper: Diese Vergangenheit nicht zu kennen heißt, sich selbst nicht zu kennen. Deutsche Geschichte im Zeitalter der Extreme. Ch. Links Verlag, Berlín, 2022.

 

«No hay ninguna alternativa a la memoria de Auschwitz»

(pág. 259)

 

Diese Vergangenheit nicht zu kennen heißt sich selbst nicht zu kennenEl apellido alemán «Piper» va indisolublemente ligado a la editorial «Piper Verlag» de Múnich, que a principios del siglo XX enriqueció el bagaje cultural de Alemania con toda una serie de publicaciones que aún hoy son imprescindibles en toda biblioteca que se precie. A título de ejemplo, se podría mencionar cómo su pionera edición de las obras completas de Fiódor Mijáilovich Dostoievski facilitó el pleno conocimiento de la producción novelística y periodística del escritor ruso entre los alemanes, llegando incluso a ser conocida popularmente como la «edición roja», debido al inconfundible color de sus solapas.

El autor de la obra que aquí reseñamos, Ernst Piper (1952), pertenece a esta dinastía editorial, habiéndose encargado de la empresa familiar durante los años 1982 y 1994, dedicándose con posterioridad a la investigación histórica con especial atención al Nacionalsocialismo y, en concreto, a su principal teórico, Alfred Rosenberg.

De esta forma, Diese Vergangenheit nicht zu kennen heißt, sich selbst nicht zu kennen. Deutsche Geschichte im Zeitalter der Extreme (No conocer este pasado significa no conocerse a sí mismo. Historia alemana en la época de los extremos) constituye un conjunto de ensayos que pretenden ser, en palabras del autor, «algunos ejemplos significativos de mi ocupación con la historia alemana de los últimos 150 años» (pág. 329). Si bien es cierto que el análisis empieza cronológicamente con la época de la fundación del Reich alemán y llega hasta el presente (2021), la idea vertebradora o, mejor dicho, la medida con la cual Piper juzga todo el devenir histórico alemán lo constituye Auschwitz. Así lo recalca no sólo en la solapa de la obra, con una oportuna cita del historiador norteamericano Raul Hilberg, cuya sentencia principal da origen al título de esta compilación, sino también con la reiteración a lo largo de todos los ensayos de la importancia de este acontecimiento histórico para la memoria, la conciencia y el eterno sentimiento de culpa que los alemanes han de acarrear por los siglos de los siglos (pág. 24).

No de otra forma se ha de leer esta recopilación que arranca con «La época de las guerras mundiales» (págs. 25-42), texto que tiene como misión destacar el hecho de que, si bien toda Europa estaba en conflicto por motivos más o menos nacionalistas (págs. 32-33), los que cargan con la peor parte son los alemanes (pág. 42). Así se pretende demostrar en el siguiente capítulo, «La vida cultural en el Reich del Káiser» (págs. 43-66), donde se identifica el origen de todos los males que padecerá Alemania bajo el Nacionalsocialismo en la idea nacionalista, la concepción de un arte para el pueblo, la censura en las artes escénicas y, por supuesto, en el antisemitismo de finales del siglo XIX y principios del XX. En este contexto, aparece mencionado como su máximo exponente Richard Wagner, «el compositor del Káiser» (pág. 64).

De todos estos factores que darían lugar a 1933, el antisemitismo es, como decimos, el más importante. De hecho, Piper convierte esta característica común a todos los pueblos de Europa en propiedad exclusiva de los alemanes, como evidencia el análisis de la figura de Paul de Lagarde («El Oriente como distopía. Paul de Lagarde y el mito de la nación alemana», págs. 67-78). De este célebre académico del siglo XIX, se destaca no sólo su exacerbado desprecio por los judíos (el autor llega incluso a insinuar que el antisemitismo es algo que está en el interior de los alemanes, pág. 68), sino también su sincero nacionalismo (págs. 67-68). De hecho, es por culpa de este amor a la patria que muchos artistas vanguardistas y tradicionalistas alemanes mostraron posteriormente con el estallido de la Gran Guerra de 1914 que, según Piper, se acabó con la generación artística de Alemania de principios del siglo XIX («Dona nobis pacem. Ernst Barlach y la Primera Guerra Mundial», págs. 79-87), cuya desgracia culminaría en la obra iniciada en 1933 por parte del «cabo de la Primera Guerra Mundial» (así denomina el autor a Adolf Hitler, pág. 87).

Un ejemplo de literato e intelectual que alabó la guerra tanto en 1914 como, sobre todo, en 1939, fue Ernst Jünger («Ernst Jünger y el realismo heroico», págs. 89-102), de quien se delinea su biografía, comparándolo con otros escritores de la época. La finalidad de Piper al tratar a Jünger no es otra que indicar cómo su entusiasmo guerrero pronto se vería apaciguado por los horrores perpetrados en la Segunda Guerra Mundial por sus compatriotas (págs. 101-102).

Piper se aproxima a continuación al estudio de los inicios del movimiento nacionalsocialista («El Reich alemán entre la Revolución y el Putsch de Hitler», págs. 103-125), exponiendo el marco político de la Alemania nacida de la derrota de 1918 y centrándose en los orígenes del NSDAP (pág. 108), así como en la idea del dominio de los judíos en la sociedad, que se manifestaba sobre todo en la prensa escrita (págs. 109-111). La historia de la rivalidad entre el partido comunista y el incipiente NSDAP, así como del Putsch de Hitler, que tendría como consecuencia directa la redacción de Mein Kampf, le lleva a Piper a formularse la pregunta de por qué nadie se dio cuenta de que «detrás de las peores amenazas había una voluntad implacable de implementarlas tan pronto como hubiera oportunidad para ello» (pág. 125).

En este contexto ideológico, Piper se focaliza en Alfred Rosenberg, el denominado «filósofo del Reich». En «Peste en Rusia. Alfred Rosenberg y la Revolución Rusa» (págs. 127-143) se realiza una exposición de la visión de la Revolución que Rosenberg se pudo hacer en primera persona durante su estancia en Moscú a finales de 1917 y que con posterioridad difundiría en Alemania, siendo su imagen de Rusia, del comunismo y de la influencia de los judíos en el movimiento bolchevique fundamental dentro del NSDAP. De hecho, este análisis de Rosenberg tiene como finalidad mostrar cómo «la unión de judaísmo y bolchevismo ayudó a preparar el camino para el antisemitismo eliminador de los nacionalsocialistas que encontraría posteriormente su culminación en la guerra de exterminio racial en el Este» (pág. 135, cfr. especialmente pág. 143).

En el ensayo siguiente, «Nación y socialismo. Estado y comunidad en el pensamiento de Oswald Spengler» (págs. 145-157), Piper explica no sólo el origen de la conocida expresión «Arbeit macht frei» (pág. 147), sino también del término «nacionalsocialista», que retrotrae hasta Bismarck (pág. 150) y en el discurso político alemán de finales del siglo XIX en lucha contra el marxismo, el liberalismo y los judíos. Asimismo, aprovecha la oportunidad para desprestigiar al nazismo y a Hitler disculpando las incipientes simpatías que Spengler tuvo por el movimiento y haciéndose eco de que fueron probablemente los nazis, quienes terminaron con la vida del autor de La decadencia de Occidente el 8 de mayo de 1936 (págs. 155-157).

Tras este inciso para probar que no todos los conservadores alemanes tienen que acabar irremediablemente entre las filas nacionalsocialistas, aun cuando se les pueda acusar de ser sus precursores, Piper vuelve a centrarse en Rosenberg, en esta ocasión, en su concepción religiosa («“El nacionalsocialismo está sobre todas las confesiones”. Alfred Rosenberg y los esfuerzos de renovación nacional-religiosos», págs. 159-176). En este apartado se pone de relieve cómo la idea de un «Cristo ario» y un «Cristo germánico» se encuentra ya en autores tan respetables como el filósofo Johann Gottlieb Fichte, así como se presenta la gran polémica surgida dentro del movimiento nacionalsocialista entre los que abogaban por esta línea de pensamiento que aunaba cristianismo y germanismo y los que defendían una vuelta al paganismo (pág. 173). En este contexto, Piper sostiene cómo el nacionalsocialismo, a pesar de no querer ser una religión (págs. 167, 170), intentó ganarse el favor del pueblo a través de las confesiones sometidas al Estado, mostrando como ejemplo paradigmático de esta tendencia la concepción religiosa de Alfred Rosenberg, quien deseaba instaurar una nueva religión en Alemania que debía acabar con todo cristianismo (no en vano, él fue el único de los jerarcas nazis que, tras la toma de poder en 1933, se dio de baja del censo eclesiástico; pág. 173) en nombre de un nuevo sentimiento religioso fundado exclusivamente en lo que él denominaba «la esencia alemana», que no germánica (pág. 176).

De hecho, Piper define el proyecto de Rosenberg con unos términos que sin duda pueden resultar hoy día familiares: «La Europa de Rosenberg era un continente reordenado desde el punto de vista racial con el Reich alemán como potencia rectora, una Europa sometida a la Pax Germanica con pasaporte ario» (págs. 162-163).

Al análisis religioso sigue el artístico («“El arte es una misión sublime y comprometida con el fanatismo”. Líneas principales de la política cultural nacionalsocialista», págs. 177-196), donde Piper explica la lucha contra el arte degenerado emprendida por los nacionalsocialistas y cómo, años más tarde, en la ciudad más progresista de Alemania, Hamburgo, se seguían defendiendo los mismos principios (e incluso el mismo vocabulario) para desacreditar este tipo de manifestación artística (págs. 178-179). Tras hacerse eco de las diferencias ideológicas en esta área entre Rosenberg y Goebbels (pág. 180), el autor señala cómo muchos artistas expresionistas (págs. 186 y ss.), así como músicos famosos de la época se manifestaron a favor del régimen nazi (págs. 193-194). El uso social de un pasaporte ario también se vio reflejado en el mundo de las artes, como se observa en el hecho de que hasta finales de mayo de 1936 todavía eran tolerados los judíos en ese ámbito, a pesar de las manifestaciones antisemitas, la quema de libros (pág. 191) y de lienzos (págs. 195-196).

Con «La lucha mundial en Frankfurt. El Instituto para la Investigación de la Cuestión Judía» (págs. 197-208) nos vamos adentrando en lo que constituye para Ernst Piper el tema fundamental: el antisemitismo alemán o nacionalsocialista. Así, el historiador destaca cómo los nacionalsocialistas deseaban expulsar a los judíos de Europa, a la vez que potenciaban el estudio y la investigación de las obras más importantes del judaísmo, creando para tal fin instituciones que tenían como finalidad la preservación y la profundización en escritos tan decisivos como el Talmud. Entre ellas, sobresale la biblioteca de Frankfurt, que en el año 1943 era la más completa en todo el mundo en lo que se refería a la cuestión judía (págs. 202-203).

Es precisamente este odio visceral de los nacionalsocialistas contra el judaísmo, al que a la vez pretendían culturalmente conservar en sus bibliotecas, el que impide a Piper poder dar su aprobación a la propuesta del historiador y fundador del prestigioso Institut für Zeitgeschichte de Múnich, Martin Broszat, de considerar académica y socialmente el periodo nacionalsocialista como una parte más de la historia de Alemania («¿Fue el Estado de Hitler el Estado propiedad de Hitler? El análisis estructural del poder nacionalsocialista de Martin Broszat», págs. 209-212). Para Piper es más correcto seguir las tesis de otro historiador, Saul Friedländer («Saul Friedländer, los años del exterminio», págs. 213-219), a quien «debemos, si no la definitiva, sí la exposición válida de la persecución y el exterminio de los judíos europeos» (pág. 219)

El concepto clave en toda esta argumentación es el de culpa («La cuestión de la culpa. La opinión pública alemana y la herencia del Tercer Reich», págs. 221-241), término éste promovido en una fecha tan temprana como fines de 1945 por el filósofo Karl Jaspers (pág. 222). A partir de aquí se entiende que culpabilice a los alemanes corrientes de lo acaecido (págs. 224 y ss.), se cuenten innumerables casos de antiguos nazis que habían podido seguir ejerciendo la docencia o la política en la Alemania de postguerra o se justifiquen los juicios de Nuremberg, argumentando que sin ellos «hoy no habría un Tribunal Penal Internacional para criminales de guerra» como el que juzgó a Milošević (pág. 228).

Asimismo, es notorio que se citen dos encuestas a la población alemana realizadas en los primeros años tras la derrota de 1945 con el fin de mostrar que la sociedad estaba en su gran mayoría no sólo a favor del régimen nacionalsocialista (pág. 232), sino incluso en contra del atentado contra Hitler de 1944 (pág. 238).

Es toda esta serie de realidades la que lleva a Piper a dedicar los últimos capítulos de su obra recopilatoria a la cuestión de la memoria («De qué nos acordamos cuando recordamos», págs. 243-259). En este contexto, la tarea del autor consiste en denunciar cómo los alemanes han querido voluntariamente olvidar su papel colaboracionista en el régimen nacionalsocialista («Opa war kein Nazi», sería el lema, pág. 257), cuando la realidad muestra que apoyaron todas las medidas que se introdujeron contra los judíos, llegando incluso en ocasiones a ser más radicales en su implementación que el propio gobierno (pág. 252)

Para los alemanes no hay alternativa: «Los crímenes nacionalsocialistas no deben relativizarse al tratar los acontecimientos del periodo de postguerra, pero la injusticia de postguerra no debe trivializarse al referirse a los crímenes nacionalsocialistas» (pág. 263).

Con este principio en mente, Piper tratará el conocido como «Pleito de los historiadores» (Historikerstreit), analizando el origen de esta discusión, así como ofreciendo toda una serie de datos históricos interesantes acerca de la edición y publicación de los principales escritos que salieron a la luz en Piper Verlag, con él como editor («Ernst Nolte y el pleito de los historiadores. Génesis de un conflicto», págs. 267-279).

Con la excusa de realizar una presentación de la vida y de la obra de Nolte, Piper aprovecha la ocasión para dejar bien claro que el autor de El fascismo en su época fue siempre una persona muy cercana a la extrema derecha, que relativizó al nacionalsocialismo y su antisemitismo, pecado éste que Piper no pasa por alto sin criticar duramente y enorgullecerse de haber hecho todo lo posible para censurar y prohibir finalmente la publicación de La guerra civil europea en su editorial (pág. 274). A pesar de las duras críticas que Piper dirige contra Nolte, no puede evitar sostener que, en el trato personal, el historiador fue siempre más conciliador que el filósofo de «la conciencia moral y la acción comunicativa» Jürgen Habermas (pág. 277), así como que el berlinés «extendió hasta el infinito su convicción fundamental de que se tenía que poder discutir sobre todo sin perjuicios y a fondo, incluso también sobre las tesis más extravagantes» (pág. 278).

Mas ésta no es la tarea que Ernst Piper se ha propuesto con esta obra, como demuestra su último ensayo «De escena del crimen a Centro de Documentación. La topografía del terror en Berlín» (págs. 281-291), que tiene como finalidad advertir que la capital de Alemania no es un lugar turístico más en el mundo, sino un inmenso monumento a los judíos asesinados de Europa (pág. 281), donde tanto los alemanes como los extranjeros que la visitan deberían aprender únicamente, en palabras del político conservador Gerd Müller, la siguiente lección: que todo ser humano tiene el mismo derecho a la vida (pág. 291).

Estas sin duda conmovedoras palabras con las que Ernst Piper cierra su obra esconden una realidad mucho más tenebrosa de lo que podría parecer a primera vista. Así, una lectura atenta de este volumen recopilatorio muestra el verdadero rostro manipulador, lleno de odio y censurador de Piper.

De esta forma habría que entender el uso perverso del vocabulario, cuando parece disculpar al comunismo de todo mal, al establecer comparaciones entre el «Nacionalsocialismo» y el «Estalinismo» (sic!, pág. 38) o cuando confiesa abiertamente en más de una ocasión que no está a favor de la libertad de pensamiento y de investigación, abogando por la censura, como en el caso de la obra de Norman Finkelstein Die Holocaust-Industrie (pág. 13).

Asimismo, no deja de sorprender cómo un historiador como Ernst Piper es capaz de sostener que George Orwell fue a España a luchar por la República, cuando su cometido estaba con la revolución marxista (pág. 197); manifestar perplejidad porque al final del Tercer Reich había más de 1.000 normativas legales especiales, como si en la Alemania actual fuera algo completamente distinto (pág. 198); rechazar juzgar el terrible bombardeo de Dresde producido en la noche del 13 al 14 de febrero de 1945 (págs. 247-248) o negar la realidad que se vive en una ciudad que en teoría conoce tan bien como Berlín, cuando sostiene –en la fanática lucha que todo intelectual alemán que se precie debe emprender contra el partido Alianza por Alemania (AfD)– que en absoluto se está llevando a cabo una «sustitución de la población» por parte de inmigrantes procedentes de Oriente Próximo o del continente africano (pág. 16).

A todo ello hay que sumar su cansina insistencia en querer humillar y acusar de genocidas natos a los alemanes, argumentando que el pueblo alemán está condenado a Auschwitz, pues éste representa «el punto de referencia de todo análisis del nacionalsocialismo. El topónimo se ha convertido en la clave para un acontecimiento que estará permanentemente presente más allá de toda historiografía» (pág. 256). «Auschwitz está en el centro de nuestra cultura de la memoria (Erinnerungskultur)» (pág. 264).

¿Realmente la Historia demuestra que el pueblo alemán es el pueblo exterminador de judíos por excelencia? ¿Se está justificando o, peor todavía, se está relegando al olvido con este tipo de argumentación, por ejemplo, los actos de crueldad y de exterminio perpetrados durante siglos por el pueblo anglosajón tanto en América, como en Irlanda, la India, Australia o Sudáfrica? [1] ¿Acaso no proviene de los ingleses la doctrina de «devastar para conquistar, conquistar para despoblar y despoblar para dominar»? [2] Apartheid no es un término inventado por los alemanes, sino una despreciable realidad que contó durante decenios con el beneplácito de las democracias occidentales.

Es quizás esta ansia de querer marcar con hierro en las conciencias alemanas el nombre de Auschwitz el que lleva a Piper a condenar el «revisionismo histórico» de Vladimir Putin (pág. 17), quien se ha propuesto superar las divisiones internas de su país y abrazar, comprender y aceptar, con todos los claroscuros que se quiera, la historia de Rusia en su conjunto. De esta manera, no es de extrañar que se puedan ver tratados a la par los nombres de los zares y de los revolucionarios comunistas, así como izar sin problemas banderas imperiales rusas y bolcheviques, pues todos representan a Rusia.

La obra de Ernst Piper no se encuentra en absoluto dentro de esta línea conciliadora, que pretende un conocimiento íntegro, imparcial y objetivo del pasado histórico de una nación, sino que parece tener como única misión la de condenar a todo un pueblo a la eterna humillación, al sometimiento y a la vergüenza.

 

Jordi Morillas

 

 

[1] El catálogo de crueldades cometidas por los ingleses recopilado por Bertrand Barère en su obra La liberté des mers ou le gouvernement anglais dévoilé, París, 1798, tomo I, págs. V-LXIII no dejará sin duda alguna indiferente al lector.

[2] Véase Bertrand Barère: La liberté des mers ou le gouvernement anglais dévoilé, París, 1798, tomo II, pág. 214. Se puede consultar además Élias Regnault: Histoire criminelle du gouvernement anglais, depuis les premiers massacres de l’Irlande jusqu’à l’empoisonnement des chinois, Pagnerre, Éditeur, París, 1841, así como el imprescindible para España Capitán J. Vázquez Sans: España ante Inglaterra, Barcelona, 1940.